Vamos a la playa, oh oh oh

Pues sí, pues sí… Ya está aquí el verano otra vez, por fin… Sí, qué le voy a hacer, soy de esas personas a las que les da la vida el calorcito, el sol, la piscina, la playa… Ayyyynsss la playa… Ese destino de vacaciones que todos imaginamos como un auténtico paraíso y que, por desgracia, muchas veces tiene poco o nada que ver con la realidad.

No sé vosotros, siempre que me dispongo a planear mis vacaciones, me imagino a mí misma con un minúsculo bikini, un tipazo que ni la Schiffer, un gorrito de paja, un mojito bien preparado en una copa ideal, una playa desierta e interminable de arena blanca y agua turquesa, una hamaca súper chula colocada entre dos palmeras, un columpio con vistas al mar… Pero, de repente despierto y, al abrir los ojos, me encuentro en una playa en la que hay más gente que en la guerra. Hay tantas sombrillas y toallas por metro cuadrado que llegar al agua cada vez que quieres darte un chapuzón se convierte en un deporte de riesgo. Que sí, que es una carrera de obstáculos en toda regla. Y eso por no hablar de la arena, que más que blanca es marroncita (suponiendo que la playa no sea de piedras) y quema que se las pela. Ni Chiquito de la Calzada en sus mejores tiempos te supera en estilo cuando te dispones a correr los 100 metros lisos que te separan de la orilla. Te das cueeeeeennnnnn.

Pero bueno, qué más da… Menudo relax estar ahí tumbada en tu toalla o sentada en tu silla plegable (que una ya va teniendo una edad y ha pasado de nivel, como en los videojuegos), dejando a los rayos de sol acariciar tu cuerpo y desconectando de la rutina. Qué maravilla… Bueno, qué maravilla hasta que el niño de los huevos de tus vecinos de al lado comienza a corretear y te pone de arena hasta las pestañas. Qué mono el niño… Con la cantidad de crema que te has aplicado por centímetro cuadrado y lo “redondita” que te has puesto en invierno, llega un momento que no sabes si eres tú o una croquetilla o un sanjacobo antes de meterlo en la freidora (en la de aire, claro, que yo también he caído en la trampa, jajajaja). En fin, nada que no resuelva un buen bañito en el mar. Esa es otra, el mar… El primer kilómetro suele estar oculto bajo un manto de colchonetas. Joder, cuánto daño están haciendo las redes sociales, de verdad. Donuts, cisnes, dragones, unicornios, plátanos, rajas de sandía… ¡Que una ya no sabe si está en el mar, en una fiesta tropical o en Narnia!

Así que, después de refrescarte un poco y echar la meadita de rigor (sí, tú también lo has hecho, no me mires así…), sales y vas directamente hacia el chiringuito más cercano. Amigos… ¿cómo sienta el primer trago de esa cerveza bien fresquita que tardas más de media hora en pedir porque se te ha ocurrido hacerlo al mismo tiempo que al resto de los domingueros? ¡Sienta de muerte! De MU-ER-TEEE. No cambio ese momento por nada del mundo. ¡Qué relax!

Esa paz, ese sosiego… no tardan mucho en terminar, justo el tiempo que tardas en cruzarte con un vendedor ambulante cubierto de toallas, pulseras y colgantes de todos los modelos (madre mía cómo lo harán para echarse tantas cosas encima, con la que está cayendo…) que intenta convencerte de que pilles algo. ¡Ah! Y luego está la chica de los pareos que se pueden poner de mil y una forma. Sí, estoy segura de que a ti también te han hecho una demostración y has caído en la trampa. Te lo compras y luego llegas a casa ya ni te acuerdas de cómo se hacía la primera. Vamos, que o lo guardas en el fondo del armario o te lo terminas poniendo como Dios te da a entender o igual que toda la vida.